domingo, 24 de septiembre de 2017

Donald Trump tiene razón: el problema de Venezuela se llama socialismo

Hace unos días tuvo lugar el primer discurso del presidente de EE.UU. en la ONU. Además de la seria advertencia al régimen norcoreano si continúan sus amenazas con pruebas de misiles, Donald Trump también habló de Venezuela, en un tono que se echa de menos en la política actual: una visión crítica y realista del socialismo.
El presidente estadounidense se refería a Venezuela en los siguientes términos: «Hemos impuestos severas sanciones al régimen socialista de Maduro en Venezuela que ha traído a una nación una vez próspera al borde del colapso total. La dictadura socialista de Nicolás Maduro ha infligido un terrible dolor y sufrimiento sobre la gente de ese país. Este régimen corrupto destruyó una nación próspera imponiendo una ideología fallida, que ha producido pobreza y miseria en todas las partes que se ha probado. El problema en Venezuela no es que el socialismo haya sido mal implementado, sino que el socialismo ha sido fielmente implementado».
Así es, el problema de Venezuela se llama socialismo. En una vertiente suave, socialdemocracia, durante la época del bipartidismo AD-COPEI, que puso sobre la mesa las condiciones para llegar a la aplicación severa del socialismo, a partir de la llegada al poder de Hugo Chávez a finales de la década de los 90 y seguir su deriva hacia un país espejo de Cuba con la presidencia de Nicolás Maduro.
Y es que el socialismo es arrogancia, como decía Hayek, ya que elimina la acción y cooperación humana, creyendo que desde el centro planificador una sociedad es más próspera y equitativa. Como han demostrado los diferentes regímenes socialistas o comunistas a lo largo del siglo XX, han sido lugares de desprecio a los derechos humanos, de persecución al diferente y opositor (llámese “burgués”, “liberal”, “capitalista”, etc.), de violencia y muerte sistémicas (chekas, gulags, UMAP, etc.), de pobreza generalizada para la “gente”, mientras la nomenklatura y los que dirigen el régimen viven acomodados, entre todo tipo de lujos y riquezas.
Venezuela no es una excepción del socialismo. Desprecio a los derechos humanos como ir socavando y eliminando la libertad política (no hay representación ni separación de poderes; el régimen ha sustituido la Asamblea Nacional por una Asamblea Constituyente ilegítima y el poder judicial depende fundamentalmente del poder ejecutivo), la libertad de expresión, la libertad de prensa y la propiedad privada.
Persecución al opositor mediante la figura del ‘preso político’, encarcelar a alguien por el simple hecho de ir contra el régimen (que denuncian organizaciones como Amnistía Internacional, nada sospechosa de capitalista o de derechas). Violencia y muerte de la mano de la policía política (GNB), que no duda en utilizar armas de fuego contra manifestantes opositores desarmados, la mayoría estudiantes. Y, por supuesto, pobreza, de lo que más abunda en Venezuela, con una inflación que sobrepasa el 2.000% en estos momentos, y un tipo de cambio paralelo (el oficial no sirve) de casi 24.000 bolívares (BsF) por 1$ estadounidense (US). Todo este camino de la destrucción de la economía se concreta en la Encuesta de Condiciones de Vida de 2016, donde se muestra que el 82% de los hogares venezolanos son pobres (sobrepasando la pobreza extrema el 50% de los hogares).
En definitiva, Venezuela se ha convertido en una especie de infierno sobre la tierra. Cualquiera que haya podido visitar el país caribeño en los últimos años puede dar testimonio de ello. Es de agradecer que Donald Trump denuncie públicamente el socialismo y la situación de Venezuela, al igual que todos aquellos países que cayeron en la guadaña de la muerte que es el socialismo, en cualquiera de sus variantes. Como demuestra la evidencia, Trump tiene razón y el problema de Venezuela se llama socialismo. No es que no se haya aplicado (como dicen falsamente aquellos que quieren más socialismo), sino que se ha aplicado fielmente, aquel modelo político y económico que hace de un país una involución continua.
* Publicado en La Razón

martes, 19 de septiembre de 2017

La economía no lo es todo

Corre por algunos liberales una idea perversa que hace, a mi parecer, más daño del que se suele creer. Y es el desprecio a la política, centrándose única y exclusivamente en la economía. Algo así como que si la economía funciona, el resto da igual. Craso error.

La batalla de las ideas, esa que debemos dar frente a la izquierda, estatistas todos, también tiene su parte en las ideas políticas. Si abandonamos ese camino no debe extrañarnos el consenso socialdemócrata que impera desde hace varias décadas. Tan solo algunas excepciones, como la era Thatcher y Reagan en Reino Unido y EE.UU. respectivamente.

Y es que un marco institucional que proteja al individuo, los derechos de propiedad privada, la libertad (que no libertinaje) es tan importante como bajar el gasto público, reducir los impuestos y liberalizar el mercado. Si no damos la batalla de las ideas en lo primero, lo segundo será algo en vano, en manos de la arbitrariedad del político en función de sus intereses electorales y no como el reclamo de una sociedad con mentalidad liberal.

Esto es algo de lo que hablan mis admirados liberales Almudena Negro y Jorge Vilches en su libro ‘Contra la socialdemocracia’, al referirse a la derecha en las últimas décadas, principalmente europea y estadounidense en su versión liberal y liberal-conservadora, perdiendo gran parte de sus valores, dando paso al populismo nacionalista y teniendo en cuenta cómo el consenso socialdemócrata ha extraído la esencia de esas derechas, que ya no defienden libertad y democracia en el sentido de Berlin, Hayek o Tocqueville, por ejemplo, sino en términos de democracia social y un fuerte Estado benefactor.

Otro gran liberal que ha escrito sobre esto es Axel Kaiser. En su libro ‘La fatal ignorancia’refleja la necedad de políticos liberales (en este caso chilenos) de ignorar la política y el mundo de las ideas para centrarse exclusivamente en el crecimiento económico, mientras que la izquierda es consciente de tomar ese elemento para lograr su objetivo; esto es, como dice el propio Kaiser: «el abandono de la lucha por las ideas ha sido consecuencia de un optimismo que adormeció a todo un sector del país, mientras el otro avanzaba gradualmente para lograr la instalación de un auténtico y renovado proyecto “progresista” en los referente a los valores y en lo económico».

Una cosa hay que tener clara: la izquierda sabe cómo llegar a tomar el Poder, y lo quiere para siempre, no soltarlo, en su espíritu revolucionario, contra la democracia de los “burgueses capitalistas”. Así, no dudan en usar la hegemonía cultural gramsciana y lanzar sus eslóganes cortos y concisos, prevaleciendo la emoción y los sentimientos (“lo que no emociona no moviliza”, Monedero dixit) antes que la razón y los datos. Por eso, mientras que la izquierda habla de sentimientos, no tiene sentido que desde el liberalismo respondamos con datos del PIB o del mercado laboral, porque la emoción y los sentimientos no saben de economía y en muchos casos, lo general no sirve para algo particular.

Como digo, hay que dar la batalla de las ideas para aspirar a un marco institucional liberal,que no desprecie la política (el desprecio es allanar el camino a la izquierda), que defienda al individuo, la propiedad individual, la libertad, el Derecho y la ley en el sentido del liberal Bastiat. Esto no viene desde el mercado por gracia divina, si no desde la acción política, previa hegemonía cultural, no para moldear las mentes como hacen socialistas y demás, si no para que la sociedad se dé cuenta de que el liberalismo respeta mejor que nadie la libertad y los derechos humanos y es lo más óptimo para una convivencia pacífica. La economía no lo es todo, aunque es parte importante; pero la política y saber cómo llegar a la gente para que gane la razón y no la emoción también lo es, mucho.

* Publicado en La Razón

viernes, 8 de septiembre de 2017

Cataluña o el cuento de nunca acabar

Como dije hace algunos meses en estas mismas líneas, la política española lleva unos años inmersa en un círculo vicioso con ciertos temas que no parecen tener fin. El referéndum para la independencia de Cataluña es uno de esos temas. El 1 de octubre tendremos ante nosotros otro referéndum por la independencia de Cataluña. Ya sabemos, por lo que ocurrió hace tres años, que dicho referéndum es ilegal por inconstitucional.
Como expliqué aquí, el relato independentista está basado en tres ejes, los cuales son a todas luces mentira, respondiendo simplemente a una manipulación constante de los independentistas para amoldar a su discurso algo que no es real; dichos ejes son la opresión del Estado español hacia Cataluña, el famoso “Espanya ens roba” y 1714.
En todo este tiempo, además de estos ejes, el relato independentista ha repetido constantemente que la realización de un referéndum es democracia y que evitar que el “pueblo catalán” exprese su voluntad es antidemocrático y “autoritario”, en palabras del propio Puigdemont. Es un simplismo que no tiene base en Ciencia Política. La democracia no es solamente votar (es un elemento más), la democracia también tiene que ver con la libertad política, con el respeto y cumplimiento de las leyes, con la separación de poderes. Además, la democracia liberal también hace suyos elementos como la libertad de expresión, la libertad de pensamiento y la libertad de culto. Si en un país se permite la celebración de elecciones y la consulta a los ciudadanos, pero no desarrolla las libertades citadas, además del respeto a la minoría, no es una democracia. Esto es algo que olvidan todos los independentistas. Y por lo que demuestran desde el gobierno autonómico y los grupos sociales indexados a la causa independentista, una Cataluña en manos de ERC, la CUP, Arrán, etc. poco democrática sería, ya que en sus genes no estarían, ni mucho menos, los principios característicos de toda democracia liberal.
Por otro lado, hay otro mito que abanderan los independentistas, y es utilizar la mayoría de escaños en el parlamento autonómico como mayoría social. En las últimas elecciones autonómicas, celebradas en septiembre de 2015, las fuerzas parlamentarias independentistas (JxS y la CUP) fueron votadas por 1.95 millones de catalanes, de un censo formado por 5.5 millones; esto es, el 35% del censo optaron por candidaturas independentistas. Que el sistema electoral haga que tengan mayoría absoluta en escaños no quiere decir que sean mayoría en la sociedad, ampliado por el control de la educación y de los medios de comunicación, encumbrando la propaganda independentista a lo más alto. Esto es algo que también olvidan todos los independentistas.
Tampoco puedo dejar a un lado la hipocresía de los independentistas. En este caso, con el artículo 1.2 de la Constitución Española: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. ¿Adivinan qué dice el artículo 2 de la Ley de Transitoriedad Jurídica Catalana? Exactamente lo mismo para el caso catalán: “La sobirania nacional rau en el poble de Catalunya, del qual emanen tots els poders de l’Estat”. Vaya, o sea que niegan para los territorios de Cataluña lo que ellos tanto han criticado del “Estado español”: la imposibilidad de secesión y la soberanía centralizada.
Hay think tanks que denuncian desde su posición en la sociedad civil la tomadura de pelo de los independentistas, su proyecto liberticida para todos los catalanes y el incumplimiento de la Constitución que algunos quieren seguir adelante. Uno de esos think tank es El Club de los Viernes, que ha lanzado un manifiesto contra la situación que vive Cataluña y la posible celebración de otro referéndum inconstitucional. El lema “Somos 47 millones – Som 47 milions” quiere señalar que el futuro de Cataluña se decide entre todos los españoles y que no está permitido un referéndum unilateral. Un poco de sensatez ante tanta locura independentista.

* Publicado en La Razón